Se desató entonces una batalla
en el cielo: Miguel y sus ángeles combatieron al dragón; éste y sus
ángeles, a su vez, les hicieron frente, pero no pudieron vencer y ya
no hubo lugar para ellos en el cielo. Así fue expulsado el gran
dragón, la serpiente antigua que se llama diablo y Satanás, y que
engaña al mundo entero. Junto con sus ángeles, fue arrojado a la
tierra.
Luego oí en el cielo un gran
clamor: “Ha llegado ya la salvación y el poder y el reino de nuestro
Dios; ha llegado ya la autoridad de su Cristo. Porque ha sido
expulsado el acusador de nuestros hermanos, el que los acusaba día y
noche delante de nuestro Dios. Ellos lo han vencido por medio de la
sangre del Cordero y por el mensaje del cual dieron testimonio; no
valoraron tanto su vida como para evitar la muerte. Por eso,
alégrense cielos, y ustedes que los habitan. Pero ¡ay de la tierra y
del mar! El diablo, lleno de furor, ha descendido a ustedes porque sabe que le queda poco
tiempo” (Ap.12,7-12).
Tocó el sexto ángel su trompeta, y oí otra
voz que salía de entre los cuernos del altar de oro que está delante
de Dios. A este ángel que tenía la trompeta, la voz le dijo: “Suelta
a los cuatro ángeles que están atados a la orilla del gran río
Éufrates”. Así que los cuatro ángeles que habían sido preparados
precisamente para esa hora, y ese día, mes y año, quedaron sueltos
para matar a la tercera parte de la humanidad. Oí que el número de
las tropas de caballería llegaba a doscientos millones.
Así vi en la visión a los
caballos y a sus jinetes: tenían coraza de color rojo encendido,
azul violeta y amarillo como azufre. La cabeza de los caballos era
como de león, y por la boca echaban fuego, humo y azufre. La tercera
parte de la humanidad murió a causa de las tres plagas de fuego,
humo y azufre que salían de la boca de los caballos, es que el poder
de los caballos radicaba en sus bocas y sus colas; pues sus colas
semejantes a serpientes tenían cabezas con la que hacían daño.
El resto de la humanidad, los
que no murieron a causa de estas plagas, tampoco se arrepintieron de
sus malas acciones ni dejaron de adorar a los demonios ni a los
ídolos de oro, plata, bronce, piedra y madera, los cuales no pueden
ver ni oír ni caminar. Tampoco se arrepintieron de sus asesinatos ni
de sus artes mágicas, inmoralidad sexual y robos (Ap.9,13-21).
Después vi a otro ángel
poderoso que bajaba del cielo envuelto en una nube. Un arco iris
rodeaba su cabeza; su rostro era como el sol, y sus piernas parecían
columnas de fuego. Llevaba en la mano un pequeño rollo escrito que
estaba abierto. Puso el pie derecho sobre el mar y el izquierdo
sobre la tierra, y dio un grito tan fuerte que parecía el rugido de
un león. Entonces los siete truenos levantaron también sus voces.
Una vez que hablaron los siete truenos, estaba yo por escribir, pero
oí una voz del cielo que me decía: “Guarda en secreto lo que ha
dicho los siete truenos, y no lo escribas”.
El ángel que yo había visto de pie sobre el
mar y sobre la tierra levantó al cielo su mano derecha y juró por el
que vive por los siglos de los siglos, el que creó el cielo, la
tierra, el mar y todo lo que hay en ellos, y dijo: “¡El tiempo ha
terminado! En los días en que hable el séptimo ángel, cuando
comience a tocar su trompeta, se cumplirá el designio secreto de
Dios, tal y como lo anunció a sus siervos los profetas” (Ap.10,1-7).
La voz del cielo que yo había escuchado se
dirigió a mí de nuevo: “Acércate al ángel que está de pie sobre el
mar y sobre la tierra, y toma el rollo que tiene abierto en la
mano”.
Me acerqué al ángel y le pedí que me diera
el rollo. Él me dijo: “Tómalo y cómetelo. Te amargará las entrañas
pero en la boca te sabrá dulce como la miel”. Lo tomé de la mano del
ángel y me lo comí. Me supo dulce como la miel, pero al comérmelo se
me amargaron las entrañas. Entonces se me ordenó: “Tienes que volver
a profetizar acerca de muchos pueblos, naciones, lenguas y reyes”
(Ap.10,8-11).
Se me dio una caña que servía para medir, y
se me ordenó: “Levántate y mide el templo de Dios y el altar, y a
los que adoran en él. Pero no incluyas el atrio exterior del templo;
no lo midas, porque ha sido entregado a las naciones paganas, las
cuales pisotearán la Ciudad Santa durante cuarenta y dos meses.
Por mi parte yo encargaré a mis Dos Testigos
que, vestidos de sayal, profeticen durante mil doscientos sesenta
días”. Estos Dos Testigos son los dos olivos y los dos candeleros
que permanecen delante del Señor de la tierra (Ap.11,1-4).
Apareció en el cielo una
señal maravillosa: Una mujer revestida del sol, con la luna debajo
de sus pies y con una corona de dos estrellas en la cabeza. Estaba
encinta y gritaba por los dolores y angustias del parto.
Y apareció en el cielo otra señal: un enorme
dragón de color rojo encendido que tenía siete cabezas y diez
cuernos, y una diadema en cada cabeza. Con la cola arrastró la
tercera parte de las estrellas del cielo y las arrojó sobre la
tierra. Cuando la mujer estaba a punto de dar a luz, el dragón se
plantó delante de ella para devorar a su Hijo tan pronto como
naciera. Ella dio a luz un Hijo varón que gobernará a todas las
naciones con puño de hierro. Y su Hijo fue arrebatado y llevado
hasta Dios que está en su Trono. Y la mujer huyó al desierto, a un
lugar que Dios le había preparado para que allí la
sustentaran durante mil doscientos sesenta
días (Ap.12,1-6).
Cuando el dragón se vio arrojado a la
tierra, persiguió a la Mujer que había dado a luz al Hijo varón.
Pero a la Mujer se le dieron las dos alas del gran águila, para que
volara al desierto, al lugar donde sería sustentada durante un
tiempo y tiempos y medio tiempo, lejos de la vista del dragón. El
dragón, persiguiendo a la Mujer, arrojó por sus fauces agua como un
río, para que la corriente la arrastrara. Pero la tierra vino en
auxilio de la Mujer: abrió la boca y se tragó el río que el dragón
había arrojado por sus fauces. Entonces el dragón se enfureció
contra la Mujer, y se fue a hacer la guerra contra el resto de sus
descendientes, los cuales obedecen los mandamientos de Dios y se
mantienen fieles al testimonio de Jesús (Ap.12,13-17).
Estos Dos Testigos son los dos olivos y los
dos candeleros que permanecen delante del Señor de la tierra. Si
alguien quiere hacerles daño, ellos lanzan fuego por la boca y
consumen a sus enemigos. Así habrá de morir cualquiera que intente
hacerles daño. Estos Dos Testigos tienen poder para cerrar el cielo
a fin de que no llueva mientras estén profetizando, y tienen poder
para convertir las aguas en sangre y para azotar la tierra, cuantas
veces quieran, con toda clase de plagas.
Ahora bien, cuando hayan terminado de dar su
testimonio, la bestia que surja del abismo les hará la guerra, los
vencerá y los matará. Sus cadáveres quedarán expuestos en la plaza
de la Gran Ciudad, llamada en sentido figurado Sodoma y Egipto,
donde también fue crucificado su Señor.
Y gente de todo pueblo, tribu, lengua y
nación contemplará sus cadáveres por tres días y medio, y no
permitirá que se les dé sepultura. Los habitantes de la tierra se
alegrarán de su muerte y harán fiesta e intercambiarán regalos,
porque estos dos profetas habían atormentado a los habitantes de la
tierra.
Pasados los tres días y medio, entró en
ellos un aliento de vida enviado por Dios, y se pusieron de pie, y
quienes los observaban quedaron sobrecogidos de terror. Entonces los
Dos Testigos oyeron una potente voz del cielo que les decía “subid
acá”. Y subieron al cielo en una nube, a la vista de sus enemigos.
En ese mismo instante se produjo un violento terremoto y se derrumbó
la décima parte de la Ciudad. Perecieron siete mil personas, pero
los supervivientes, llenos de temor, dieron gloria al Dios del
cielo. El segundo ¡ay! ya pasó, pero se acerca el tercero
(Ap.11,4-14)
Tocó el séptimo ángel su trompeta, y en el
cielo resonaron fuertes voces que decían: “Ha llegado el reinado
sobre el mundo de nuestro Señor y de su Cristo, y Él reinará por los
siglos de los siglos”.
Los veinticuatro ancianos que estaban
sentados en sus tronos delante de Dios se postraron rostro en tierra
y adoraron a Dios diciendo: “Señor, Dios todopoderoso Aquél que Es y
que Era, te damos gracias porque has asumido tu gran poder y has
comenzado a reinar. Las naciones se habían enfurecido; pero ha
llegado tu cólera, el momento de juzgar a los muertos, y de
recompensar a tus siervos los profetas, a tus santos y a los que
temen tu nombre, grandes o pequeños, y de destruir a los que
destruyen la tierra”.
Entonces se abrió en el cielo el santuario
de Dios; allí se vio el arca de su alianza, y hubo relámpagos,
estruendos, truenos, un terremoto y una fuerte granizada
(Ap.11,15-19).